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LOS REFERENDUMS EN SERIO.

Mi opinión sobre la democracia directa, con matizaciones, ha cambiado poco a lo largo de los años, y sigue siendo restrictiva. Esto se acentúa por el hecho de ser español y que en nuestra cultura democrática existen recelos hacia esta forma de participación política debido a la experiencia histórica. La democracia directa establece una relación Ciudadanía-Gobierno donde se prescinde de los intermediarios propios de la democracia representativa y pluralista, que son los partidos políticos y parlamentos. En 1978, cuando se diseñó la vigente Constitución española se buscaba lo contrario, al venir de una dictadura que proscribió la pluralidad, había que potenciar la democracia de partidos y el gobierno representativo. En aquel momento solo Manuel Fraga defendió una mayor apertura a fórmulas de democracia directa (no solo el referéndum, también la iniciativa legislativa popular, incluida en la reforma de la Constitución[1]) que fue rechazada por le resto de ponentes y partidos. Curiosamente, Fraga lo hizo apelando al peligro de la "partidocracia".

Así, en cuanto al referéndum, el Constituyente de 1978 radicó en Gobierno central la competencia exclusiva en organizarlos para asuntos de interés nacional (que implican a todos los ciudadanos en todo el territorio), y fuera de ellos solo contempló los referéndums para los casos de reforma constitucional o estatutaria. Es por ello que la doctrina del Tribunal Constitucional, discutible como todo pero en mi opinión fundamentada en una interpretación integral (que no “auténtica”, concepto que deploro por no ser racional sino metafísico) de la Constitución, no existe más competencia de los entes autonómicos o locales en materia de referéndum que la relativa a asuntos de su exclusiva competencia, y por tanto veda la posibilidad en nuestro país de realizar, entre otros, referéndums de autodeterminación sin una previa reforma constitucional.

Dicho lo anterior, mi postura ha sido favorable a permitir la organización de referéndums en un contexto local donde existe una cercanía de los ciudadanos con los temas planteados en una consulta de carácter directo, tanto en la problemática como en sus efectos, y con ciertos límites, como son materias de su competencia y una cierta racionalidad (no como lo hacen los ayuntamientos del cambio como el de Madrid de Manuela Carmena).

La democracia directa tal y como se ha concebido desde los tiempos de Rousseau al plantease como una forma de Gobierno o de participación que sirve solo para estados pequeños y muy homogéneos (por ej., Suiza) o para asuntos de ámbito local. La utilización del referéndum a mayor escala (grandes estados y asuntos de gran trascendencia) siempre han generado más problemas que beneficios. Si revisamos todos los casos en los que se ha usado podemos ver una doble pauta común:

  • Cuando son precedidos de un debate sincero, un procedimiento garantista y un consenso previo de las principales fuerzas políticas, sirven para sancionar una decisión realmente ya tomada, revistiéndola de una mayor fuerza y legitimidad, y sirve para dar por cerrado el debate, pero nada más. Este fue el caso, por ejemplo, del referéndum sobre la Constitución Española de 1978.
  • Cuando no se dan las anteriores circunstancias los referéndums solo que generan mayor división y fractura en la ciudadanía (que esta división exista previamente no es motivo para organizar un referéndum, sino justo lo contrario, para evitarlo) afectando a la cohesión social y a la estabilidad política y económica. Este es el caso de todos los referéndums que tratan de resolver problemas nacionales o de integración territorial, como los casos de autodeterminación fuera del ámbito estricto del derecho internacional por causas de descolonización o humanitaria. Ocurrió en Quebec, que aún no se ha recuperado de la crisis económica derivada de sus procesos de independencia, y ha ocurrido en Escocia (cuyo origen y composición, dicho sea de paso no tiene ninguna similitud con España y Cataluña), cuyo referéndum de independencia no solo o ha solucionado el problema de su integración, sino que sirvió para catapultar el referéndum sobre el Brexit que ha puesto patas arriba la política en el Reino unido justo en el momento en que su economía había empezó a superar los efectos de la Crisis económica Mundial de 2008.

Los referéndum por asuntos de interés nacional no territorial, no se escapan de la problemática mencionada, y sólo si los mismos trascienden la cuestión ideológica partidaria, debería permitirse un referéndum y en condiciones muy estrictas. Pese a que yo he sido partidario de usar el referéndum para resolver temas como el aborto, el matrimonio gay o el servicio militar obligatorio, todas estas cuestiones han sido abordadas finalmente por la vía de la democracia representativa, y no la directa, tal vez porque es imposible que dichos referéndums no sean utilizados con fines partidistas o partidarios de quien los promueve, y al tratarse de autos que afectan para muchos al núcleo de los derechos subjetivos, no parece oportuno dejarlo al albor de las mayorías. Así, de ser el gobierno de turno, buscará reforzar su posición, con lo que no convocará un referéndum que no esté convencido de ganar, he ahí el por qué en España solo se ha convocado un referéndum de este tipo -sobre la permanencia de España en la OTAN- que desincentivó usos futuros por el desgaste que supuso para al Gobierno socialista de entonces. De otro lado, de ser la oposición quien lo impulse, se verá como una forma de apuntarse una victoria sobre el gobierno y que según el contexto podría llevar a su disolución sin unas elecciones o una moción de censura previas (de ahí el tradicional rechazó en España a la figura del referéndum con fines revocatorios). Tal fue lo ocurrido con la petición por parte de la oposición de un referéndum nacional sobre el Estatuto de Autonomía de Cataluña de 2006.

En resumen, hay que sincerar el debate sobre las fórmulas de democracia directa y tratar de construir una teoría sobre las mismas que no sea lanzarse a bendecir sus bondades sin tener en cuenta sus muchos inconvenientes. Simplemente porque existan críticas fundadas a la democracia representativa producto de la “partidocracia” no se pueden torpedear lo que sigue siendo la mejor forma de articular un discurso público sosegado.  A este carro se han subido no solo gente de buena voluntad, sino mucho oportunista que lo que quiere es poner patas arriba la democracia y el Estado de derecho que la ampara (en España tenemos a Podemos, que se ha apropiado del discurso pro-ciudadano del movimiento 15-M, y a los nacionalistas periféricos, como sus más claros enemigos). Hagamos por mejorar el sistema representativo y los partidos políticos, y si, introducir fórmulas de democracia directa (no necesariamente el referéndum, me interesa más reformar la iniciativa legislativa popular, o la participación ciudadana en la elaboración de las normas, por ejemplo), puesto que son expresión de un derecho fundamental a participar en los asuntos públicos (art. 23 CE) y no solo a través de sus representantes. Pero ojo, hagámoslo bien y con las debidas garantías, y por supuesto respetando el marco constitucional.




[1] Caso interesante es que la iniciativa de reforma constitucional se vedase a un grupo de ciudadanos, pero si se reconociera a las CCAA, con vistas a propiciar los debates en torno a las reformas en la organización territorial del Estado. Sin embargo, ni Cataluña ni País Vasco, siempre reclamando cambios en el marco de sus relaciones con el Estado central, han querido nunca hacer uso de esta vía y por el contrario pretendieron que se articulasen sus demandas a través de reformas en sus Estatutos de Autonomía (normas infra-constitucionales). 

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