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Montesquieu o por qué el jurista no debe temer ser impopular.

La lectura de "El Espíritu de Las Leyes" hace ya muchos años fue una experiencia muy enriquecedora. No es solo el hecho de que el Charles Louis de Secondat (ese era el verdadero nombre del Barón de Montesquieu, titulo por el que paso a la historia) pergeñase tan monumental obra a mediados del siglo XVIII, donde pueden rastrearse sus principales ideas en cuestiones de ciencia política, derecho publico, civil e internacional, o economía. Tampoco su apelación a la "climatología" (y por tanto a los factores geográficos) como definidor de los sistemas políticos imperantes en cada país, que lo hace uno de los padres de la sociología y la socio-biología, y que como ello definiera los modelos de gobierno existentes como nadie lo había hecho desde los pensadores greco-romanos. Tampoco que expusiera la primera teoría moderna sobre la separación de poderes (que en el autor francés se refiere a la separación entre las funciones del ejecutivo y legislativo -pero no el judicial, que considera incluido en el primero-) o su defensa el bicameralismo como freno a un exceso de poder popular (y que solo he vuelto a encontrar en Hayek). Hay algo más.




Montesquieu fue, en mi opinión, el último pensador del mundo antiguo, un tratadista, en la tradición de los pensadores medievales y renacentistas, y no un ilustrado, aunque se revistiera de racionalismo. No trataba de ordenar el mundo que conoce de acuerdo a parámetros extraídos de la "Razón pura" y sim ningún tipo de conexión con el mundo real. No. Montesquieu era un empirista. Pretendía extraer ideas y conceptos generales a la política y el derecho desde la observación de la realidad (que acertase o no es sus conclusiones es indiferente, es el método utilizado lo que lo diferencia). Esto no podía sino enfrentarle a sus coetáneos y sucesores ilustrados. La Revolución Francesa, sus lideres y pensadores, ignoraron de manera harto incomprensible su obra, él, ¡quien había sido un defensor de los Estado Generales y de la limitación del poder del Rey! Además de haber advertido de las dificultades de establecer una república en un Estados nación de gran tamaño y población (las principales repúblicas actuales -Francia y USA- son en cierto modo más un sucedáneo de monarquía limitada). Para ellos, su pensamiento había quedado obsoleto en menos  de medio siglo, arrollado por la fuera de la Razón, esa de la que Goya decía "genera monstruos".


Pero esta visión del personaje quedaba un tanto coja en mi cabeza, puesto que no acertaba a definir al bueno de Charles dentro de una tradición de pensamiento para poder encajarlo en el mundo moderno. Me resistía a la idea de que tan genial pensador hubiera quedado excluido para siglos posteriores. Es cierto que el mismo bebía de tantas fuentes que apenas acertó a manifestar sus preferencias por un modelo de gobierno que -al igual que Cicerón-, consideraba el más óptimo: el de la Monarquía limitada; y a advertir -como Tocqueville un siglo después- de que el gobierno democrático, si bien preferible a uno despótico o autocrático, no estaba exento de poder vulnerar la libertad de los ciudadanos, pues su espíritu es otro.


Entonces llegó a mis manos un libro, "Contra la corriente: Ensayos sobre historia de las ideas" un recopilatorio de escritos del profesor Isaiah Berlin (el autor de famoso "Dos conceptos de libertad") y que como todo lo leído de este autor me impacto profundamente. En concreto, con respecto al tema que ocupa esta anotación, me refiero al ensayo sobre "Montesquieu" -cuya lectura recomiendo encarecidamente junto al que también dedica a Maquiavelo-, pero del que quiero ahora extraer solo este párrafo:   


 "Esta oposición frente a la imposición de cualquier ortodoxia, sin importar lo que estuviera en juego, sin importar cuan elevada y profundamente venerados pudieran ser los ideales de la ortodoxia distingue a Montesquieu de los teólogos y ateos, de los radicales idealistas así como de los autoritarios de su tiempo. Se inaugura así la lucha dentro del campo de la Ilustración entre demócratas y liberales. Podrán unirse contra el oscurantismo y la represión clerical o secular, pero la alianza será en el mejor de los casos, temporal. El despotismo no es menos despótico porque sea entusiasta y autoinfligido. Los esclavos voluntarios siguen siendo esclavos. Esta nota no se vuelve a escuchar hasta Benjamin Constant y la reacción liberal contra jacobinos y legitimistas por igual. Este es un punto de vista que, como coloca la libertad por encima de la felicidad, la paz, la virtud, siempre es sospechoso, siempre es impopular".[*] 

Para no alargarme, el jurista, si bebe en algo de Montesquieu, tiene que situarse en una tradición de pensamiento que es genuinamente liberal, que es anti-despótica y que desconfía de la ortodoxia tanto como de las aventuras revolucionarias y trasformadoras que se apoyan en ideas abstractas. Es labor del jurista, hoy día, criticar los procederes de los gobiernos democráticos, y de los autodenominados demócratas, y no tener miedo de ser tachado de antidemócrata por hacer esta necesaria función social (parafraseando a Platón: en la "democracia perfecta" no tendrían cabida los poetas... ni los juristas). Si una democracia es preferible a otro tipo de gobierno, debe ser asimismo una democracia limitada, limitada por unos principios generales y unos derechos (que no son racionales, en el sentido de revelados por la razón, sino fruto de una evolución social y empíricamente demostrados como beneficiosos y justos) y que nos son susceptibles de cuestionamiento popular pues de ellos depende la convivencia y estabilidad en un Estado. Sin ese consenso básico, de limitación del poder (no únicamente en el sentido de la separación de sus funciones), toda la labor de la democracia, del gobierno de la mayoría o de la totalidad del "Pueblo", carecerá de legitimidad alguna y será desastroso para sus ciudadanos. 

Esa es la tradición de Montesquieu, y de la que creo ningún jurista debería apartarse demasiado en estos tiempos, aun a riesgo de resultar impopular.


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[*] Isaiah Berlin. "Montesquieu". ensayo incluido en el recopilatorio Contra la Corriente. Ensayos sobre historia de las ideas. Ed. Fondo de Cultura Económica, segunda reimpresión, Madrid 2000. pág. 230. 

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